domingo, 31 de enero de 2010

EL SIGNO DE LA CRUZ EN LAS EMPUÑADURAS DE LAS ESPADAS

DATOS DE LA HISTORIA QUE HAY QUE CONOCER
EL SIGNO DE LA CRUZ EN LAS EMPUÑADURAS DE LAS ESPADAS

Cuando Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes espacios vacíos al oeste de la Ecúmene, había aceptado el desafío de las leyendas.

Tempestades terribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscaras de nuez, y las arrojarían a las bocas de los monstruos; la gran serpiente de los mares tenebrosos, hambrienta de carne humana, estaría al acecho. Sólo faltaban mil años para que los fuegos purificadores del juicio final arrasaran el mundo, según creían los hombres del siglo XV, y el mundo era entonces el mar Mediterráneo con sus costas de ambigua proyección hacia el África y Oriente.

Los navegantes portugueses aseguraban que el viento del oeste traía cadáveres extraños y a veces arrastraba leños curiosamente tallados, pero nadie sospechaba que el mundo sería, Pronto, asombrosamente multiplicado.

América no sólo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que la habían descubierto hacía largo tiempo, y el propio Colón murió, después de sus viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia por la espalda.

En 1492, cuando la bota española se clavó por primera vez en las arenas de las Bahamas, el Almirante creyó que estas islas eran una avanzada del Japón. Colón llevaba consigo un ejemplar del libro de Marco Polo, cubierto de anotaciones en los márgenes de las páginas. Los habitantes de Cipango, decía Marco Polo, «poseen oro en enorme abundancia y las minas donde lo encuentran no se agotan jamás... También hay en esta isla perlas del más puro oriente en gran cantidad. Son rosadas, redondas y de gran tamaño y sobrepasan en valor a las perlas blancas». La riqueza de Cipango había llegado a oídos del Gran Khan Kublai, había despertado en su pecho el deseo de conquistarla: él había fracasado.

De las fulgurantes páginas de Marco Polo se echaban al vuelo todos los bienes de la creación; había casi trece mil islas en el mar de la India con montañas de oro y perlas, y doce clases de especias en cantidades inmensas, además de la pimienta blanca y negra.

La pimienta, el jengibre, el clavo de olor, la nuez moscada y la canela eran tan codiciados como la sal para conservar la carne en invierno sin que se pudriera ni perdiera sabor. Los Reyes Católicos de España decidieron financiar la aventura del acceso directo a las fuentes, para liberarse de la onerosa cadena de intermediarios y revendedores que acaparaban el comercio de las especias y las plantas tropicales, las muselinas y las armas blancas que provenían de las misteriosas regiones del oriente.
El afán de metales preciosos, medio de pago para el tráfico comercial, impulsó también la travesía de los mares malditos. Europa entera necesitaba plata; ya casi estaban exhaustos los filones de Bohemia, Sajonia y el Tirol.

España vivía el tiempo de la reconquista. 1492 no fue sólo el año del descubrimiento de América, el nuevo mundo nacido de aquella equivocación de consecuencias grandiosas. Fue también el año de la recuperación de Granada.

Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que habían superado con su matrimonio el desgarramiento de sus dominios, abatieron a comienzos de 1492 el último reducto de la religión musulmana en suelo español. Había costado casi ocho siglos recobrar lo que se había perdido en siete años, y la guerra de reconquista había agotado el tesoro real. Pero ésta era una guerra santa, la guerra cristiana contra el Islam, y no es casual, además, que en ese mismo año 1492 ciento cincuenta mil judíos declarados fueran expulsados del país.

España adquiría realidad como nación alzando espadas cuyas empuñaduras dibujaban el signo de la cruz. La reina Isabel se hizo madrina de la Santa Inquisición.

La hazaña del descubrimiento de América no podría explicarse sin la tradición militar de guerra de cruzadas que imperaba en la Castilla medieval, y la Iglesia no se hizo rogar para dar carácter sagrado a la conquista de las tierras incógnitas del otro lado del mar. El Papa Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a la reina Isabel en dueña y señora del Nuevo Mundo. La expansión del reino de Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la tierra.

Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de la Dominicana. Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos, enviados a España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron miserablemente. Pero algunos teólogos protestaron y la esclavización de los indios fue formalmente prohibida al nacer el siglo XVI.

En realidad, no fue prohibida sino bendita: antes de cada entrada militar, los capitanes de conquista debían leer a los indios, ante escribano público, un extenso y retórico Requerimiento que los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: «Si no lo hiciéreis, o en ello dilación maliciosamente pusiéreis, certifícoos que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y tomaré vuestras mujeres y hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé, y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere ... ».

América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible o dudosa, pero la fanática misión contra la herejía de los nativos se confundía con la fiebre que desataba, en las huestes de la conquista, el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo. Bernal Díaz del Castillo, fiel compañero de Hernán Cortés en la conquista de México, escribe que han llegado a América «por servir a Dios y a Su Majestad y también por haber riquezas».

Colón quedó deslumbrado, cuando alcanzó el atolón de San Salvador, por la colorida transparencia del Caribe, el paisaje verde, la dulzura y la limpieza del aire, los pájaros espléndidos y los mancebos «de buena estatura, gente muy hermosa» y «harto mansa» que allí habitaba. Regaló a los indígenas «unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla». Les mostró las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban por el filo, se cortaban. Mientras tanto, cuenta el Almirante en su diario de navegación, «yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vide que algunos dellos traían un pedazuelo colgando en un agujero que tenían a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo la isla por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía grandes vasos dello, y tenía muy mucho». Porque «del oro se hace tesoro, y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso».

En su tercer viaje Colón seguía creyendo que andaba por el mar de la China cuando entró en las costas de Venezuela; ello no le impidió informar que desde allí se extendía una tierra infinita que subía hacia el Paraíso Terrenal.

También Américo Vespucio, explorador del litoral de Brasil mientras nacía el siglo XVI, relataría a Lorenzo de Médicis: «Los árboles son de tanta belleza y tanta blandura que nos sentíamos estar en el Paraíso Terrenal... ».

Con despecho escribía Colón a los reyes, desde Jamaica, en 1503: «Cuando yo descubrí las Indias, dije que eran el mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras preciosas, especierías... ».

Una sola bolsa de pimienta valía, en el medioevo, más que la vida de un hombre, pero el oro y la plata eran las llaves que el Renacimiento empleaba para abrir las puertas del paraíso en el cielo y las puertas del mercantilismo capitalista en la tierra.

La epopeya de los españoles y los portugueses en América combinó la propagación de la fe cristiana con la usurpación y el saqueo de las riquezas nativas.

El poder europeo se extendía para abrazar el mundo. Las tierras vírgenes, densas de selvas y de peligros, encendían la codicia de los capitanes, los hidalgos caballeros y los soldados en harapos lanzados a la conquista de los espectaculares botines de guerra: creían en la gloria, «el sol de los muertos», y en la audacia. «A los osados ayuda fortuna», decía Cortés.

El propio Cortés había hipotecado todos sus bienes personales para equipar la expedición a México. Salvo contadas excepciones como fue el caso de Colón o Magallanes, las aventuras no eran costeadas por el Estado, sino por los conquistadores mismos, o por los mercaderes y banqueros que los financiaban.

Nació el mito de El dorado, el monarca bañado en oro que los indígenas inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco. El espejismo del «cerro que manaba plata» se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento de Potosí, pero antes habían muerto, vencidos por el hambre y por la enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas, muchos de los expedicionarios que intentaron, infructuosamente, dar alcance al manantial de la plata remontando el río Paraná.

Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino.

Hernán Cortés reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro azteca de Moctezuma, y quince años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al inca Atahualpa antes de estrangularlo.

Años antes, con el oro arrancado de las Antillas había pagado la Corona los servicios de los marinos que habían acompañado a Colón en su primer viaje.

Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos, porque desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las arenas auríferas con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o roturando los campos hasta más allá de la extenuación, con la espalda doblada sobre los pesados instrumentos de labranza traídos desde España.

Muchos indígenas de la Dominicana se anticipaban al destino impuesto por sus nuevos opresores blancos: mataban a sus hijos y se suicidaban en masa. El cronista oficial Fernández de Oviedo interpretaba así, a mediados del siglo XVI, el holocausto de los antillanos: «Muchos dellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias».


Lo cuentan las voces de los vencidos.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

domingo, 24 de enero de 2010

«COMO UNOS PUERCOS HAMBRIENTOS ANSÍAN EL ORO»

El Código Güere
DATOS DE LA HISTORIA QUE HAY QUE CONOCER
«COMO UNOS PUERCOS HAMBRIENTOS ANSÍAN EL ORO»

A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste, avanzaban los implacables y escasos conquistadores de América.

Lo cuentan las voces de los vencidos.

Después de la matanza de Cholula, Moctezuma envía nuevos emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien avanza rumbo al valle de México. Los enviados regalan a los españoles collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los españoles «estaban deleitándose. Como si fueran monos levantaban el oro, como que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba y se les iluminaba el corazón. Como que cierto es que eso anhelan con gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el texto náhuatl preservado en el Códice Florentino. Más adelante, cuando Cortés llega a Tenochtitlán, la espléndida capital azteca, los españoles entran en la casa del tesoro, «y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto al oro, los españoles lo redujeron a barras... ».

Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlán, la reconquistó en 1521. «Y ya no teníamos escudos, ya no teníamos macanas, y nada teníamos que comer, ya nada comimos». La ciudad, devastada, incendiada y cubierta de cadáveres, cayó. «Y toda la noche llovió sobre nosotros». La horca y el tormento no fueron suficientes: los tesoros arrebatados no colmaban nunca las exigencias de la imaginación, y durante largos años excavaron los españoles el fondo del lago de México en busca del oro y los objetos preciosos presuntamente escondidos por los indios.

Pedro de Alvarado y sus hombres se abatieron sobre Guatemala y «eran tantos los indios que mataron, que se hizo un río de sangre, que viene a ser el Olimtepeque», y también «el día se volvió colorado por la mucha sangre que hubo aquel día». Antes de la batalla decisiva, «y vístose los indios atormentados, les dijeron a los españoles que no les atormentaran más, que allí les tenían mucho oro, plata, diamantes y esmeraldas que les tenían los capitanes Nehaib Ixquín, Nehaib hecho águila y león. Y luego se dieron a los españoles y se quedaron con ellos ... ».

Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó un rescate en «andas de oro y plata que pesaban más de veinte mil marcos de plata, fina, un millón y trescientos veintiséis mil escudos de oro finísimo...».

Después se lanzó sobre el Cuzco. Sus soldados creían que estaban entrando en la Ciudad de los Césares, tan deslumbrante era la capital del imperio incaico, pero no demoraron en salir del estupor y se pusieron a saquear el Templo del Sol: «Forcejeando, luchando entre ellos, cada cual procurando llevarse del tesoro la parte del león, los soldados, con cota de malla, pisoteaban joyas e imágenes, golpeaban los utensilios de oro o les daban martillazos para reducirlos a un formato más fácil y manuable...

Arrojaban al crisol, para convertir el metal en barras, todo el tesoro del templo: las placas que habían cubierto los muros, los asombrosos árboles forjados, pájaros y otros objetos del jardín».

Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro de la capital de México, la catedral católica se alza sobre las ruinas del templo más importante de Tenochtitlán, y el palacio de gobierno está emplazado sobre la residencia de Cuauhtémoc, el jefe azteca ahorcado por Cortés.

Tenochtitlán fue arrasada. El Cuzco corrió, en el Perú, suerte semejante, pero los conquistadores no pudieron abatir del todo sus muros gigantescos y hoy puede verse, al pie de los edificios coloniales, el testimonio de piedra de la colosal arquitectura incaica.


Lo cuentan las voces de los vencidos.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

sábado, 16 de enero de 2010

"Cartas a quien pretende enseñar" VIII

…CONTINUACIÓN


Paulo Freire en "Cartas a quien pretende enseñar" VIII

Saber y crecer – todo que ver
Una vez más, la cuestión de la disciplina.
Paulo Freire en “Cartas a quien pretende enseñar”
Editorial Siglo XXI editores
Décima Edición en español, 2005, pag. 134 - 141


Cierro este libro con un texto presentado en un congreso realizado en Recife en abril de 1992 y en el que aclaro algunos análisis sobre el contexto concreto de lo cotidiano.

Reflexionar sobre el tema implícito en la frase es la tarea que me fue propuesta por los organizadores de este encuentro.

El punto de partida de mi reflexión debe residir en la frase: “saber y crecer – todo que ver”, tomada como objeto de mi curiosidad epistemológica. Esto significa, en una primera instancia, tratar de aprehender la inteligencia de la frase, lo que a su vez exige la comprensión de las palabras que hay en ella, en las relaciones de unas con otras.

En primer lugar nos enfrentamos a dos bloques de pensamiento: saber y crecer y todo que ver. Los dos verbos del primer bloque que podríamos ser sustituidos por dos sustantivos, sabiduría y crecimiento; están unidos por la partícula coordinadora y. En el fondo estos dos bloques guardan en sí mismos la posibilidad de un desdoblamiento del que resultaría: el proceso de saber y el proceso de crecer tienen todo que ver el uno con el otro. O aun, el proceso de saber implica el de crecer. No es posible saber sin una cierta dosis de crecimiento. No es posible crecer sin una cierta dosis de sabiduría.

Saber es un verbo transitivo. Un verbo que expresa una acción que, ejercida por un sujeto, incide o recae directamente en un objeto sin regencia preposicional. Es por esto por lo que el complemento de este verbo se llama objeto directo. Quien sabe, sabe alguna cosa. Sólo yo sé el dolor que me hiere. Dolor es el objeto directo de “se”, la incidencia de mi acción de saber.

Crecer, al contrario, es un verbo intransitivo. No necesita ninguna complementación que selle su significado. Lo que se puede hacer, y generalmente se hace en función de las exigencias del pensar del sujeto, con la significación de este tipo de verbo, es agregarle elementos o significados circunstanciales, adverbiales. Crecí sufridamente. Crecí manteniendo viva mi curiosidad, donde “sufridamente” o “manteniendo viva mi curiosidad” adverbializan moralmente mi proceso de crecer.

Fijémonos ahora un poco en el proceso de saber.

Una afirmación inicial que podemos hacer al indagar sobre el proceso de saber, tomado ahora como fenómeno vital, es que, en primer lugar, se da en la vida y no solo en la existencia que nosotros, mujeres y hombres, creamos a lo largo de la historia con los materiales que la vida nos ofreció. Pero el que aquí nos interesa es el saber que nos hacemos capaces de gestar, y no cierto tipo de reacción que se verifica en las relaciones que se dan en la vida humana.
En el nivel de la existencia, la primera afirmación que hay que hacer es que el proceso de saber es un proceso social cuya dimensión individual no puede ser olvidada o siquiera subestimada.

El proceso de saber que envuelve al cuerpo consciente como un todo – sentimientos, emociones, memoria, afectividad, mente curiosa en forma epistemológica, vuelta hacia el objeto – abarca igualmente a otros sujetos cognoscentes, vale decir, capaces de conocer y curiosos también. Esto simplemente significa que la relación llamada cognoscitiva no concluye en la relación sujeto cognoscente-objeto cognoscible, porque se extiende a otros sujetos cognoscentes.

Otro aspecto que me parece interesante subrayar aquí es el que concierne a la manera espontánea en que nos movemos por el mundo, de la que resulta un cierto modo de saber, de percibir, de ser sensibilizado por el mundo, por los objetos, por las presencias, por el habla de los otros. En esta forma espontánea de movernos por el mundo percibimos las cosas, los hechos, nos sentimos advertidos, tenemos tal o cual comportamiento en función de las señales cuyo significado internalizamos. De ellos adquirimos un saber inmediato, pero no aprehendemos la razón de ser fundamental de los mismos.

En este caso nuestra mente, en la reorientación espontánea que hacemos del mundo, no opera de forma epistemológica. No se dirige críticamente, en forma indagadora, metódica, rigurosa, hacia el mundo o los objetos hacia los que se inclina. Este es el “saber de experiencia hecho” (Camoes) al que sin embargo le falta el cernidor de la criticidad. Es la sabiduría ingenua, del sentido común, desarmada de métodos rigurosos de aproximación al objeto, pero que no por eso puede o debe ser desconsiderada por nosotros. Su necesaria superación para por el respeto hacia ella y tiene en ella su punto de partida.

Tal vez sea interesante que tomemos como objeto de nuestra curiosidad una mañana y percibamos la diferencia entre estas dos maneras de movernos en el mundo: la espontánea y la sistemática.

Amanecemos. Despertamos. Nos cepillamos los dientes. Tomamos el primer baño del día al que sigue el desayuno. Conversamos con nuestra esposa o la mujer con su marido. Nos informamos de las primeras noticias. Salimos de casa. Caminamos por la calle. Nos cruzamos con personas que van y que vienen. Nos detenemos en el semáforo. Esperamos la luz verde cuyo significado aprendimos en nuestra infancia y en ningún momento nos preguntamos o indagamos sobre ninguna de estas cosas que hicimos. Los dientes que cepillamos, el café que tomamos (a no ser que reclamemos por algo que salió de la rutina), el color rojo del semáforo por causa del cual paramos sin tampoco preguntarnos. En otras palabras: inmerso en lo cotidiano marchamos en él, en sus “calles”, en sus “calzadas”. Sin mayores necesidades de indagar sobre nada. En lo cotidiano, nuestra gente no opera en forma epistemológica.

Si continuamos un poco mas en el análisis de lo cotidiano de esta mañana que estamos analizando, o en la cual nos estamos analizando, observaremos que para que tomásemos una mañana cualquiera como objeto de nuestra curiosidad fue necesario que lo hiciésemos fuera de la experiencia de lo cotidiano. Fue preciso que emergiésemos de ella para entonces “tomar distancia” de ella o de la manera en que nos movemos en el mundo en nuestras mañanas. También es interesante observar que es en la operación de “tomar distancia” del objeto cuando nos “aproximamos” a él. La “toma de distancia” del objeto es la “aproximación” epistemológica que hacemos a él. Solo así podemos “admirar” el objeto, que en nuestro caso es la mañana, en cuyo tiempo analizamos el modo en que nos movemos en el mundo.

En los dos casos referidos aquí me parece fácil percibir la diferencia sustantiva de la posición que ocupamos, como “cuerpo conscientes”, al movernos en el mundo. En el primer caso, aquel en que me veo de acuerdo con el relato que yo mismo hago sobre cómo me muevo en la mañana, y en el segundo, en que me percibo como sujeto que describe su propio moverse. En el primer momento, el de la experiencia de lo y en lo cotidiano, mi cuerpo consciente se va exponiendo a los hechos sin que, interrogándose sobre ellos, alcancen su “razón de ser”. Repito que este saber – porque también existe – es el hecho de la pura experiencia. En el segundo momento, en el que nuestra mente opera de forma epistemológica, el rigor metodológico con que nos aproximamos al objeto, habiéndolo objetivado, nos ofrece otro tipo de saber. Un saber cuya exactitud proporciona al investigador o al sujeto cognoscente un margen de seguridad que no existe en el primer tipo de saber, el del sentido común.

Esto no significa de ninguna manera que debamos menospreciar este saber ingenuo cuya superación necesaria pasa por el respeto hacia él.

En el fondo, la discusión sobre estos dos saberes implica el debate entre la practica y la teoría, que solo pueden ser comprendidas si son percibidas y captadas en sus relaciones contradictorias. Nunca aisladas cada una en si misma. Ni sólo teoría, ni sólo práctica. Es por esto por lo que están equivocadas las posiciones de naturaleza político-ideológica, sectarias, que en vez de entenderlas en su relación contradictoria hacen exclusiva alguna de ellas. El basismo, negando la validez de la teoría; el etilismo teoricista, negando la validez de la practica. El rigor con que me aproximo a los objetos me prohíbe inclinarme hacia cualquiera de estas posiciones: ni basismo ni etilismo, sino práctica y teoría iluminándose mutuamente.

Pensemos ahora un poco en el acto de crecer. Tomemos el crecer como objeto de nuestra inquietud, de nuestra curiosidad epistemológica. Más que sentir o ser tocados por la experiencia personal y social de crecer, busquemos la inteligencia radical del concepto. Sus ingredientes. Emerjamos de lo cotidiano en que nos “cruzamos” con y vivimos la experiencia de crecer, tal como esperamos la luz verde para cruzar la calle, vale decir, sin preguntarnos nada. Emerjamos de lo cotidiano y, con la mente curiosa, indaguémonos, sobre el crecer.

En primer lugar, al tomar el concepto como objeto de nuestro saber, percibimos, en un primer acercamiento, que se nos revela como un fenómeno vital cuya experiencia inserta a sus objetos en un movimiento dinámico. La inmovilidad en el crecimiento es enfermedad y muerte.

Crecer es parte de la experiencia vital. Pero justamente porque mujeres y hombres, a lo largo de nuestra larga historia, acabamos por ser capaces de, aprovechando los materiales que la vida nos ha ofrecido, crear con ellos la existencia humana – el lenguaje, el mundo simbólico de la cultura, la historia -, crecer, en nosotros o entre nosotros, adquiere un significado que trasciende el crecer en la pura vida. Entre nosotros, crecer es algo más que entre los árboles o los animales, que a diferencia de nosotros, no pueden tomar su propio crecimiento como objeto de su preocupación. Entre nosotros, crecer es un proceso sobre el cual podemos intervenir. El punto de decisión del crecimiento humano no se encuentra en la especie. Nosotros somos seres indiscutiblemente programados pero de ningún modo determinados. Y somos programados principalmente para aprender, como señala Francois Jacob (1991).

Es a ese crecer, entre nosotros, a lo que se refiere la propuesta de esta disertación. Y no el crecer de las plantas o de los niños recién nacidos, o de Andra y de Jim, nuestros perros pastores alemanes.

Es precisamente porque nos hacemos capaces de inventar nuestra existencia, algo mas de lo que la vida que ella implica pero suplanta, que entre nosotros crecer se vuelve o se está volviendo mucho mas complejo y problemático – en el sentido riguroso de este adjetivo – que crecer entre los árboles y los otros animales.

Un dato importante como punto de partida para la comprensión critica del crecer, entre nosotros existentes, es que, “programados para aprender”, vivimos o nos experimentamos o estamos abiertos a experimentar la relación entre lo que heredamos y lo que adquirimos. Nos convertimos en seres genoculturales. No somos sólo naturaleza ni tampoco somos sólo cultura, educación, cognoscitividad. Por eso crecer, entre nosotros, es una experiencia atravesada por la biología, por la psicología, por la cultura, por la historia, por la educación, por la política, por la ética, por la estética.

Es al crecer como totalidad como cada una de nosotras y cada uno de nosotros vive lo que a veces se llama, en discursos edulcorados, “crecimiento armonioso del ser”, a pesar de que sea sin la disposición de lucha por el crecimiento armonioso del ser al que debamos aspirar.

Crecer físicamente, normalmente, con el desarrollo orgánico indispensable; crecer emocionalmente equilibrado; crecer intelectualmente a través de la participación en practicas educativas tanto cuantitativa como cualitativamente aseguradas por el Estado; crecer en el buen gusto frente al mundo; crecer en el respeto mutuo, en la superación de todos los obstáculos que hoy impiden el crecimiento integral de millones de seres humanos dispersos en los diferentes mundos en los que el mundo se divide, pero, principalmente, en el tercero.

Son impresionantes las estadísticas de los órganos por encima de toda sospecha como el Banco Mundial y el UNICEF que en sus informes, de 1990 y 1991 respectivamente, nos hablan de la miseria, de la mortalidad infantil, de la ausencia de una educación sistemática; del numero alarmante – 160 millones de niños – que morirán de sarampión, de tos compulsiva, de subalimentacion en el Tercer Mundo. El informe del UNICEF se refiere a estudios ya realizados con el propósito de evitar una calamidad total en la década en que estamos.

Dos mil quinientos millones de dólares serian suficientes. La misma cantidad, concluye el informe de manera un tanto asombrosa, que las empresas norteamericanas gastan por año para vender mas cigarrillos.

Que el saber tiene todo que ver con el crecer es un hecho. Pero es necesario, absolutamente necesario que el saber de las minorías dominantes no prohíba, no asfixie, no castre el crecer de las inmensas mayorías dominadas.


Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
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sábado, 9 de enero de 2010

"Cartas a quien pretende enseñar" VII

…CONTINUACIÓN

Paulo Freire en "Cartas a quien pretende enseñar" VII
Una vez más, la cuestión de la disciplina.

Paulo Freire en “Cartas a quien pretende enseñar”
Editorial Siglo XXI editores
Décima Edición en español, 2005, pag. 128 – 133

Ya me he referido a la necesidad de la disciplina intelectual que los educandos deben construir en sí mismos con la colaboración de la educadora.

Disciplina sin la cual no se crea el trabajo intelectual, la lectura seria de los textos, la escritura ciudadana, la observación y el análisis de los hechos, el establecimiento de las relaciones entre ellos. Y que a todo esto no le falte el gusto por la aventura, por la osadía, pero que igualmente no le falte la noción de límites, para que la aventura y la osadía de crear no se conviertan en irresponsabilidad licenciosa. Es preciso ahuyentar la idea de que existen disciplinas diferentes y separadas. Una intelectual y otra del cuerpo, que tiene que ver con horarios y entrenamientos. Y otra disciplina ético-religiosas, etc. Lo que puede suceder es que determinados objetivos exijan caminos disciplinarios diferentes. Sin embargo lo principal es que si la disciplina exigida es saludable, lo es también la comprensión de esa disciplina, si es democrática la forma de crearla y de vivirla, si son saludables los sujetos forjadores de la disciplina indispensable, ella siempre implica la experiencia de los limites, el juego contradictorio entre la libertad y la autoridad, y jamás puede prescindir de una sólida base ética. En este sentido, jamás pude comprender que en nombre de ética alguna la autoridad puede imponer una disciplina absurda simplemente para ejercitar en la libertad, acomodándose a su capacidad de ser leal, la experiencia de una obediencia castradora.

No hay disciplina en el movilismo, en la autoridad indiferente, distante, que entrega sus propios destinos a la libertad. Pero tampoco hay libertad en el inmovilismo de la libertad a la que la autoridad le impone su voluntad, sus preferencias, como las mejores para la libertad. Inmovilismo al que se somete la libertad intimidada o movimiento de la pura sublevación. Al contrario, sólo hay disciplina en el movimiento contradictorio entre la coercibilidad necesaria de la autoridad y la búsqueda despierta de la libertad para asumirse como tal.

Es por esto por lo que la autoridad que se hipertrofia en el autoritarismo o se atrofia en libertinaje, perdiendo el sentido del movimiento, se pierde así misma y amenaza la libertad. En la hipertrofia de la autoridad su movimiento se fortalece a tal punto que inmoviliza o distorsiona totalmente el movimiento de la libertad. La libertad inmovilizada por una autoridad arbitraria o chantajista es la libertad que, sin haberse asumido como tal, se pierde en la falsedad de movimientos no auténticos.

Para que haya disciplina es preciso que la libertad no sólo tenga el derecho de decir “no”, sino que lo ejerza frente a lo que se le propone como la verdad y lo cierto. La libertad precisa aprender a afirmar negando, no por el puro negar sino como criterio de certeza. Es en este movimiento de ida y vuelta como la libertad acaba por internalizar la autoridad y se transforma en una libertad con autoridad, única manera de respetar la libertad, en cuanto autoridad.

Es de indiscutible importancia la responsabilidad que tenemos, en cuantos seres sociales e históricos portadores de una subjetividad que desempeña un papel importante en la historia, en el proceso de ese movimiento contradictorio entre la autoridad y la libertad. Responsabilidad política, social, pedagógica, ética, estética, científica. Pero al conocer la responsabilidad política superemos también la politiquería, al subrayar la responsabilidad social digamos “no” a los intereses puramente individualistas, al reconocer los deberes pedagógicos dejemos de lado las ilusiones pedagogistas, al demandar la practica ética huyamos de la fealdad del puritanismo y entreguémonos a la invención de la belleza de la pureza.

Finalmente, al aceptar la responsabilidad científica, rechacemos la distorsión cientificista.

Tal vez algún lector o lectora más “existencialmente cansado” e “históricamente anestesiado” diga que estoy soñando demasiado. Soñando, sí, puesto que como ser histórico si no sueño no puedo estar siendo.

Demasiado, no. Hasta creo que soñamos poco al soñar estos sueños tan fundamentalmente indispensables para la vida o para la solidificación de nuestra democracia. La disciplina en el acto de leer, de escribir, de escribir y leer, en el de enseñar y aprender, en el proceso placentero pero difícil de conocer; la disciplina en el respeto y en el trato de la cosa pública; en el respeto mutuo.

No vale decir que como maestro o como maestra “no importa la profundidad en la que trabaje, poca importancia tendrá lo que haga o deje de hacer; tendrá poca importancia en vista de lo que pueden hacer los poderosos en favor de sí mismos y en contra de los intereses nacionales”. Esta no es una afirmación ética. Simplemente es interesada y acomodada. Lo peor es que acomodándose, mi inmovilidad se convierte en motor de más desvergüenza.

Mi inmovilidad, producida o no por motivos fatalistas, funciona como acción eficaz a favor de las injusticias que se perpetúan, de los descalabros que nos afligen, del atraso de las soluciones urgentes.

No se recibe democracia de regalo.

Se lucha por la democracia.

No se rompen las amarras que nos impiden ser con una paciencia de buenas maneras sino con pueblo movilizándose, organizándose, conscientemente crítico. Con las mayorías populares no sólo sintiendo que vienen siendo explotadas desde que se inventó el Brasil sino uniendo también al sentir el saber que están siendo explotadas, el saber que les da la raison d’etre del fenómeno, como alcanzan preponderantemente el nivel de su sensibilidad.

Al hablar de sensibilidad del fenómeno y de aprehensión crítica del fenómeno no estoy de ninguna manera sugiriendo algún tipo de ruptura entre sensibilidad, emociones y actividad cognoscitiva. Ya dije que conozco con todo mi cuerpo: con los sentimientos, con las emociones, con la mente crítica.

Dejemos bien claro que el pueblo que se moviliza, el pueblo que se organiza, el pueblo que conoce en términos críticos, el pueblo que profundiza y afianza la democracia contra cualquier aventura autoritaria, es igualmente un pueblo que forja la disciplina necesaria sin la cual la democracia no funciona.

En el Brasil casi siempre oscilamos entre la ausencia de disciplina por la negación de la libertad o la ausencia de disciplina por la ausencia de autoridad.

Nos falta disciplina en casa, en la escuela, en las calles, en el transito.

Es asombroso el número de personas que mueren todos los fines de semana por pura indisciplina o lo que gasta el país en estos accidentes o en los desastres ecológicos.

Otra falta de respeto evidente hacia los otros, tan nefasta como la manera como venimos siendo indisciplinados, es la licenciosidad, la irresponsabilidad con la que en este país se mata impunemente.

Dominadas y explotadas en el sistema capitalista, las clases populares necesitan – al mismo tiempo que se comprometen en el proceso de formación de una disciplina intelectual – ir creando una disciplina social, cívica, política, absolutamente indispensable para la democracia que va más allá de la simple democracia burguesa y liberal. Una democracia que finalmente persiga la superación de los niveles de injusticia y de irresponsabilidad del capitalismo.

Esta es una de las tareas a las que debemos entregarnos, y no a la mera tarea de enseñar en el sentido equivocado de transmitir el saber de los educandos.

El maestro debe enseñar. Es preciso que lo haga.

Solo que enseñar no es transmitir conocimiento.

Para que el acto de enseñar se constituya como tal es preciso que el acto de aprender sea precedido del, o concomitante al, acto de aprehender el contenido o el objeto cognoscible, con el que el educando también se hace productor del conocimiento que le fue enseñado.

Sólo en la medida en que el educando se convierta en sujeto cognoscente y se asuma como tal, tanto como el maestro también es un sujeto cognoscente, le será posible transformarse en sujeto productor del significado o del conocimiento del objeto. Es en este movimiento dialéctico en donde enseñar y aprender se van transformando en conocer y reconocer, donde el educando va conociendo lo que aún no conoce y el educador reconociendo lo antes sabido.

Esta forma de no sólo comprender el proceso de enseñar sino de vivirlo, exige la disciplina de la que vengo hablando. Disciplina que no puede dicotomizarse de la disciplina política indispensable para la invención de la ciudadanía.

Sí, de la ciudadanía, sobre todo en una sociedad como la nuestra, de tradiciones tan autoritarias y discriminadoras desde el punto del sexo, de la raza y de la clase.

La ciudadanía realmente es una invención, una producción política. En este sentido, el pleno ejercicio de la ciudadanía por quien sufre cualquiera de las discriminaciones o todas al mismo tiempo, no es algo que se usufructúe como un derecho pacifico y reconocido. Al contrario, es un derecho que tiene que ser alcanzado y cuya conquista hace crecer sustantivamente la democracia. La ciudadanía que implica el uso de la libertad – de trabajar, de comer, de vestir, de calzar, de dormir en una casa, de mantener a sí mismo y a su familia, libertad de amar, de sentir rabia, de llorar, de protestar, de apoyar, de desplazarse, de participar en tal o cual religión, en tal o cual partido, de educarse a sí mismo y a la familia, la libertad de bañarse en cualquier mar de su país. La ciudadanía no llega por casualidad: es una construcción que, jamás terminada, exige luchar por ella. Exige compromiso, claridad política, coherencia, decisión. Es por esto mismo por lo que una educación democrática no se puede realizar al margen de una educación de y para la ciudadanía.

Cuanto mas respetemos a los alumnos y a las alumnas independientemente de su color, sexo y clase social, cuantos más testimonios de respeto demos en nuestra vida diaria, en la escuela, en las relaciones con nuestros colegas, con los reporteros, cocineras, vigilantes, padres y madres de alumnos, cuanto mas reduzcamos la distancia entre lo que hacemos y lo que decimos, tanto más estaremos contribuyendo para el fortalecimiento de las experiencias democráticas. Estaremos desafiándonos a nosotros mismos a luchar más a favor de la ciudadanía y de su ampliación. Estaremos forjando en nosotros mismos la disciplina intelectual indispensable sin la cual obstaculizamos nuestra formación así como la no menos necesaria disciplina política, indispensable para la lucha en la invención de la ciudadanía.


CONTINUARA…

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

miércoles, 6 de enero de 2010

"Cartas a quien pretende enseñar" VI

…CONTINUACIÓN

El Código Güere

Paulo Freire en "Cartas a quien pretende enseñar" VI

Identidad cultural y educación
Paulo Freire en “Cartas a quien pretende enseñar”
Editorial Siglo XXI editores
Décima Edición en español, 2005, pag. 103 – 111.

Preguntarnos sobre las relaciones entre la identidad cultural –que siempre tiene un elemento de clase social –de los sujetos de la educación y la práctica educativa, es algo que se nos impone. Es que la identidad de los sujetos tiene que ver con las cuestiones fundamentales del plan de estudios, tanto el oculto como el explícito, y obviamente con cuestiones de enseñanza y de aprendizaje.
Sin embargo, me parece que analizar la cuestión de la identidad de los sujetos de la educación, educadores y educandos, implica recalcar, desde el comienzo de tal ejercicio que la identidad cultural, expresión cada vez mas usada por nosotros, no puede pretender agotar la totalidad del significado del fenómeno cuyo concepto es la identidad. El atributo cultural acrecentado por el restrictivo de clase no agota la comprensión del termino “identidad”. En el fondo, mujeres y hombres nos hacemos seres especiales y singulares. A lo largo de una larga historia conseguimos desplazar de la especie el punto de decisión de mucho de lo que somos y de lo que hacemos individualmente para nosotros mismos, si bien dentro del engranaje social sin el cual tampoco seriamos lo que estamos siendo. En el fondo, no somos sólo lo que heredamos ni únicamente lo que adquirimos, sino la relación dinámica y procesal de lo que heredamos y lo que adquirimos.
Hay algo en lo que heredamos que Francois Jacob destaca en una entrevista a El Correo de la UNESCO y que es de la más alta importancia para la comprensión de nuestro tema. “Estamos programados, pero para aprender”, dice Jacob. Y es precisamente porque nos fue posible, gracias a la invención de la existencia –algo mas que la vida misma y que nosotros creamos con los materiales que la vida nos ofreció -, desplazar de la especie para nosotros el punto de decisión de mucho de lo que estamos y estaremos siendo. Y más aún, porque con la invención social del lenguaje, lado a lado con la operación sobre el mundo, prolongamos el mundo natural, que no hicimos, en un mundo cultural e histórico que es producto nuestro, que nos volvimos animales permanentemente inscritos en un proceso de aprender y de buscar. Proceso que sólo se hace posible en la medida en que “no podemos vivir a no ser en función del mañana.” (Jacob, 1991).
Aprender y buscar, a los que necesariamente se juntan enseñar y conocer y que por su parte no pueden prescindir de libertad, no sólo como donación sino como algo indispensable y necesario, como un sine qua non por el que debemos luchar permanentemente, forman parte de nuestra manera de estar siendo en el mundo. Y es justamente porque estamos programados pero no determinados, estamos condicionados pero al mismo tiempo conscientes del condicionamiento, por lo que nos hacemos aptos para luchar por la libertad como proceso y no como meta. Es por eso también por lo que el hecho de que “cada ser –dice Jacob –contiene en sus cromosomas todo su propio futuro”, no significa de ninguna manera que nuestra libertad se ahogue o se sumerja en las estructuras hereditarias como si ellas fuesen el lugar indicado para la desaparición de nuestra posibilidad de vivirla.
Condicionados, programados pero no determinados, nos movemos con un mínimo de libertad de que disponemos en el marco cultural para ampliarlo.
De esta manera, a través de la educación como expresión también cultural podemos “explorar más o menos las posibilidades inscritas en los cromosomas” (Jacob, 1991).
Queda clara la importancia de la identidad de cada uno de nosotros como sujeto, ya sea como educador o educando, en la práctica educativa. Y de la identidad entendida en esta relación contradictoria que somos nosotros mismos entre lo que heredamos y lo que adquirimos. Relación contradictoria en la que a veces lo que adquirimos en nuestras experiencias sociales, culturales, de clase, ideológicas, interfiere vigorosamente a través del poder de los intereses, de las emociones, de los sentimientos, de los deseos, de lo que se viene llamando “la fuerza del corazón” en la estructura hereditaria. Por eso mismo es que no somos ni una cosa ni la otra. Repitamos, ni sólo lo innato ni tampoco únicamente lo adquirido.
La llamada “fuerza de la sangre”, para utilizar una expresión popular, existe, pero no es determinante. Con la presencia de lo cultural, ella sola no lo explica todo.
En el fondo, la libertad como hazaña creadora de los seres humanos, como aventura, como experiencia de riesgo y de creación, tiene mucho que ver con la relación entre lo que heredamos y lo que adquirimos.
Las interdicciones a nuestra libertad son resultado mucho más de las estructuras sociales, políticas, económicas, culturales, históricas, ideológicas, que de las estructuras hereditarias. No podemos tener dudas sobre el poder de la herencia cultural, sobre cómo nos conforma y nos obstaculiza para ser. Pero el hecho de ser programados, condicionados y conscientes del condicionamiento, y no determinados, es lo que hace posible superar la fuerza de las herencias culturales. La transformación del mundo material, de las estructuras materiales, a la que se agregue simultáneamente un esfuerzo crítico educativo, es el camino a la superación, jamás mecánica, de esta herencia.
Lo que no es posible, sin embargo, en este esfuerzo por la supera de ciertas herencias culturales, que repitiéndose de generación en generación a veces dan la impresión de petrificarse, es dejar de considerar su existencia. Es muy cierto que los cambios infraestructurales a veces alteran rápidamente las formas de ser y de pensar que perduraban desde hace mucho tiempo. Por otro lado el reconocer la existencia de las herencias culturales debe implicar el respeto hacia ellas. Respeto que de ninguna manera significa nuestra adecuación a ellas. Nuestro reconocimiento y nuestro respeto hacia ellas son condiciones fundamentales para el esfuerzo por el cambio. Por otro lado, es preciso que seamos bien claros con relación a algo que es evidente: esas herencias culturales tienen un innegable corte de clase social. Es en ellas donde se van constituyendo muchos aspectos de nuestra identidad, que por eso mismo está marcada por la clase social a la que pertenecemos.

Pensemos un poco en la identidad cultural de los educandos y en el respeto necesario que le debemos en nuestra practica educativa.

Creo que el primer paso a dar en dirección a ese respeto es el reconocimiento de nuestra identidad, el reconocimiento de lo que estamos siendo en la actividad práctica en la que nos experimentamos. Es en la práctica de hacer las cosas de una cierta manera, de pensar, de hablar un cierto lenguaje (como por ejemplo: “la canción de que te hablé” y no “la canción que te hablé” sin la preposición de rigiendo al pronombre que), es en la práctica de hacer, de hablar, de pensar, de tener ciertos gustos, ciertos hábitos, donde acabo por reconocerme de cierta forma, coincidente con otras gentes como yo.

Esas otras gentes tienen un corte de clase idéntico o próximo al mío. Es en la práctica de experimentar las diferencias donde nos descubrimos como yo y como tu. En rigor, siempre es el otro, en cuanto tú, el que me constituye como yo en la medida en que yo, como tú de otro, lo constituyo como yo.

Es una fuerte tendencia nuestra la que nos empuja afirmar que lo diferente de nosotros es inferior. Partimos de la idea de que nuestra forma de estar siendo no sólo es buena sino que es mejor que la de los otros, diferentes de nosotros. Esto es la intolerancia. Es el gusto irresistible de oponerse a las diferencias.

Sin embargo la clase dominante, debido a su propio poder de perfilar a la clase dominada, en una primera instancia rechaza la diferencia, en segundo lugar no piensa quedar igual al diferente y en tercer lugar tampoco tienen la intención de que el diferente quede igual a ella. Lo que ella pretende es admitir y remarcar en la práctica la inferioridad de los dominados al mantener las diferencias y las distancias.

Uno de los desafíos para los educadores y las educadoras progresistas, en coherencia con su opción, es no sentirse ni proceder como si fuesen seres inferiores a los educandos de las clases dominantes de la red privada que, arrogantes, maltratan y menosprecian al maestro de clase media. Pero tampoco, por el contrario, sentirse superiores, en la red pública, a los educandos de las favelas, a los niños y las niñas populares; a los niños sin comodidades, que no comen bien, que no “visten bonito”, que no “hablan correctamente”, que hablan con otra sintaxis, con otra semántica y con otra prosodia.
Lo que se plantea en ambos casos a la educadora progresista y coherente es en primer término no asumir una posición agresiva hacia quien simplemente responde, y en segundo lugar tampoco dejarse tentar por la hipótesis de que los niños, pobrecitos, son naturalmente incapaces.
Ni una posición de revancha ni de sumisión en el primer caso, ni una actitud paternalista o de desprecio hacia los niños de las clases populares en el segundo, sino la de quien asume su responsable autoridad educadora.
El punto inicial hacia esta práctica comprensiva es saber y estar convencida de que la educación es una práctica política. Por eso es que repetimos: la educadora es política. En consecuencia, se hace imperioso que la educadora sea coherente con su opción, que es política. Y a continuación, que la educadora sea cada vez más competente desde el punto de vista científico, lo que la hace saber lo importante que es conocer el mundo concreto en que viven sus alumnos. La cultura en que se encuentra en acción su lenguaje, su sintaxis, su semántica, su prosodia, en la que se vienen formando ciertos hábitos, ciertos gustos, ciertas creencias, ciertos miedos, ciertos deseos no necesariamente fáciles de aceptar por el mundo concreto de la maestra.
El trabajo formativo, docente, es inviable en un contexto que se piense teórico pero que al mismo tiempo haga cuestión de permanecer lejos de, e indiferente a, el contexto concreto del mundo inmediato de la acción y de la sensibilidad de los educandos.
Creer posible la realización de un trabajo en el que el contexto teórico se separa de tal modo de la experiencia de los educandos en su contexto concreto sólo es concebible para quien juzga que la enseñanza de los contenidos se hace indiferentemente de lo que los educandos ya saben a partir de sus experiencias anteriores a la escuela. Y no para quien rechaza con razón esa dicotomía insustentable entre contexto concreto y contexto teórico.
La enseñanza de los contenidos no puede ser hecha de manera vanguardista como si fueran cosas, saberes que se pueden sobreponer o yuxtaponer al cuerpo consciente de los educandos –a no ser en forma autoritaria. Enseñar, aprender y conocer no tienen nada que ver con esa practica mecanicista.

Las educadoras precisan saber lo que sucede en el mundo de los niños con los que trabajan. El universo de sus sueños, el lenguaje con que se defienden, con maña, de la agresividad de su mundo. Lo que saben y cómo lo saben fuera de la escuela.

Hace dos o tres años, dos profesores de la Universidad de Campinas, el físico Carlos Arguelo y el matemático Eduardo Sebastiani Ferreira, participaron en un encuentro universitario en Panamá en el que se discutió la enseñanza de la matemática y de la ciencia en general. Al regresar al hotel luego de la primera mañana de actividades encontraron a un grupo de niños remontando cometas en un campo abandonado. Se aproximaron a los niños y comenzaron a conversar.

“¿Cuántos metros de cuerda acostumbras soltar para remontar tu cometa?”, preguntó Sebastiani.

“Más o menos cincuenta metros”, dijo un niño llamado Gelson.

“¿Y cómo calculas para saber que sueltas más o menos cincuenta metros de cuerda?”, indaga Sebastiani.

“Cada tanto, más o menos cada dos metros, le hago un nudo a la cuerda. Cuando la cuerda está corriendo en mi mano voy contando los nudos entonces sé cuántos metros de cuerda suelta tengo”.

“¿Y a qué altura crees que está la cometa ahora?”, preguntó el matemático.

“Cuarenta metros”, dijo el niño.

“¿Cómo los calculaste?

“Por la cantidad de cuerda que he soltado y la barriga que ésta ha hecho”.

“Podríamos calcular este problema basado en la trigonometría o por semejanza de triángulos”, dijo Sebastiani.

Sin embargo el niño dijo:

“Si la cometa estuviese alta, bien arriba de mi cabeza, estaría a los mismos metros de altura que los que yo solté de cuerda, pero como está inclinada, lejos de mi cabeza, está a menos metros de altura que los que yo solté de cuerda.”

“Aquí hubo un razonamiento de grados”, dijo Sebastiani.

A continuación Arguelo pregunta al niño sobre la construcción del molinete y Gelson le responde haciendo uso de las cuatro operaciones fundamentales. Irónicamente, concluye el físico, Gelson (tan gente Gerson, digo yo) había sido reprobado en matemáticas en la escuela. Nada de lo que él sabía lo había aprendido con su experiencia, en lo concreto de su contexto. El no hablaba de su saber con el lenguaje formal y de buenos modales, mecánicamente memorizado, que la escuela reconoce como el único legítimo.

Una situación peor se da en el dominio del lenguaje, en el que casi nunca se respetan la sintaxis, la ortografía, la semántica y la prosodia de clase de los niños populares.

Jamás he dicho ni sugerido que los niños de las clases populares no deban aprender el llamado “modelo culto” de la lengua portuguesa en el Brasil, como a veces se afirma. Lo que sí he dicho es que los problemas del lenguaje siempre abarcan cuestiones ideológicas y, con ellas, cuestiones de poder. Por ejemplo, si hay un “modelo culto” es porque hay otro que es considerado inculto. ¿Y quien perfiló el inculto como tal? En realidad lo que he dicho, y por lo que peleo, es que se les enseñe a los niños y las niñas populares el modelo culto, pero que al hacerlo se destaque:

a] que su lenguaje es tan rico y tan bonito como el de los que hablan el modelo culto , razón por la cual no tienen por que avergonzarse de cómo hablan.

b] que aun así es fundamental que aprendan la sintaxis y la prosodia dominante para que: 1] disminuyan sus desventajas en la lucha por la vida; 2] ganen un instrumento fundamental para la lucha necesaria contra las injusticias y las discriminaciones de que son blanco.

Pensado y actuado así es como me siento coherente con mi opción progresiva, antielitista. No solo de los que estuvieron en contra de la Luna para la presidencia de la republica porque dicen “meas verdad” y votaron a Collor con tanta verdad de menos.

Concluyendo, la escuela democrática no debe tan solo estar abierta permanentemente a la realidad contextual de sus alumnos para comprenderlos mejor, para ejercer mejor su actividad docente, sino también estar dispuesta a aprender de sus relaciones con el contexto contrato. De ahí viene la necesidad de, profesándose democrática, ser realmente humilde para poder reconocerse aprendiendo muchas veces con quien ni siquiera se ha escolarizado.

La escuela democrática que precisamos no es aquella en la que solo el maestro enseña, en la que el alumno solo aprende y el director es el mandante todopoderoso.




CONTINUARA…


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